Una de las páginas más certeras y mejor logradas del Manifiesto de Marx es aquella que describe el proceso de producción y comercio, característico de la sociedad moderna, como un acto de invocación que, cual encantamiento, termina por adquirir vida propia, tal como le sucede al aprendiz de brujo -el Hexenmeister-, quien, arrogante y sabihondo, pretendió aplicar sus hechizos sobre la objetividad del mundo para terminar, impotente, dominado por los sombríos misterios de las potencias que había convocado.
Después de todo, el conocimiento no parece estar tan lejos de la fe. Ni la fe del conocimiento. Más bien, se identifican aunque no lo sepan o no lo digan. El conocer vacío y creer ciego conforman la necesariamente complementaria polaridad de los términos del desgarramiento y, por eso mismo, la mejor garantía de no superarlo.
El fanatismo es el signo de su propia falsedad, el reconocimiento de que la creencia es la constatación práctica de su no creencia, la puesta en escena de su mala conciencia. El socialismo del siglo XXI, en general -y no solo los llamados «colectivos» o las milicias, que operan como sus brazos armados-, es el heredero legítimo de la mejor tradición fascista. La sinuosidad de sus propósitos no consiste en la simple recaída en la barbarie sino, más bien, en el triunfo del «igualismo», ya advertido en su momento por José Ignacio Cabrujas. Es la evolución del igualitarismo abstracto -siempre violento-, que va desde la exigencia del derecho hasta la negación del derecho mediante el igualitarismo abstracto. Es, pues, el bucle de la barbarie ritornata.
La fe ciega, propia del fanatismo, degenera en el vértigo de una irracionalidad que, con el tiempo, necesariamente se transforma en la cabal manifestación de una racionalidad uniforme, plana, que en nombre de la cientificidad conduce directamente a la barbarie. Que en las universidades el pensamiento haya sido progresivamente sustituido por las presuposiciones del entendimiento discursivo y ordenador, “metodológico” y matematizante -precisamente, abstracto-, tuvo como consecuencia directa la incubación del huevo de la serpiente totalitaria en su seno.
Hoy esa serpiente es el monstruo aterrador que atenta contra la misma universidad que lo acogió en su regazo. Y se propone transformarla por completo en un almacén de osamentas. El chavismo, de hecho, no se formó como conciencia de la venganza contra la sociedad en el mero instinto de los arrabales, sino, por cierto, en las universidades y en las -hasta entonces- prestigiosas academias militares. Cuando la academia resulta ser menos importante que la administración se siembra la semilla de la muerte del pensamiento. Y así, mito y entendimiento se complementan para universalizar la conflagración chilena.
La expulsión del pensamiento del ámbito de la lógica simbólica ratificó la uniformización, la unidimensionalidad, del ser social, primero, en el aula universitaria y, más tarde, en la oficina, la industria y en las relaciones sociales en general. El fanatismo originó el entendimiento abstracto que, paso a paso, fue invadiendo la vida cotidiana hasta hacerse del poder. La ilustrísima Ilustración desencadenó la Revolución francesa y esta terminó desencadenando la muerte al filo de la guillotina. De las prestigiosas academias italianas y alemanas surgieron los primeros clamores por los horrores que terminaron en el holocausto.
La hechicería tiene sus consecuencias. No es un caso que los doctores y generales -y no solo los chavistas- abracen con fervor las supercherías del vudú con el mismo fervor que las pirámides de Maslow. Si el animismo ancestral logró vivificar las cosas la razón instrumental ha logrado cosificar la vida. Heráclito y Platón tuvieron sus razones para denunciar al divino Homero. Spinoza y Hegel las suyas para publicar el Tractatus o la Fenomenología, poniendo al descubierto las abominables alianzas seculares entre fanatismo religioso y entendimiento abstracto. Después de ella nada queda en pie, a no ser una objetividad espectral, una “mera gelatina de trabajo humano indiferenciado”.
El pensamiento se ha enajenado en un proceso de automatizaciones que ya va por cuenta propia y del cual se depende por completo, tal como sucede con las escobas que han tomado vida propia y que, cargadas con baldes de agua, suben y bajan las escaleras del estudio del Zauberer hasta inundarlo. Pero ahora, el aprendiz no encuentra en “el gran libro” las palabras adecuadas, no consigue la forma de revertir el hechizo. Es la tenebrosa y fantasmal sociedad de los muertos vivientes, de los auténticos walking dead. La patética tradición positivista, enceguecida por su fe, ha creado un Frankenstein del que no logra salir. No fue leyendo Crimen y castigo de Dostoiesvski que Chávez pasó sus días de cárcel en Yare, sino, como él mismo declarara, a los autores clásicos de la Ilustración.
Quizá tomando un atajo en dirección a los diálogos de Bruno, los creadores de la serie de Netflix The Witcher hayan querido insistir en presentar la magia como un intento de poner orden en el caos. Curioso: poner (setzen) orden en el caos es el título que recoge la antología de los textos de José María Vargas.
El problema se presenta cuando el orden puesto pretende ocultar sus propios fundamentos. La exigencia de pensar el pensamiento ha sido desechada porque, para el entendimiento, tal exigencia distrae el imperativo de tomar el control de los hechos. La aplicación del procedimiento matematizante a las más diversas áreas de la vida cotidiana, la reducción del pensamiento a instrumento de cálculo, es el nuevo ritual, la nueva religión del presente. Pero la numeración, transmutada en “narrativa” ha cobrado vida propia y el mal infinito que la constituye ha jurado venganza. La sombra de la barbarie se proyecta tras el faro de luz rojiza que, cual tótem, ha erigido la sociedad del presente.
Por José Rafaél Herrera
Fuente: El Nacional